Miguel Ángel Sánchez de Armas
Mis avezados lectores se percatarán de que parafraseo el título del famoso ensayo weberiano. Esto, pues me parece que las consideraciones sobre la función de artistas y políticos entran en el mismo territorio planteado por el viejo profesor, quien con más claridad que nadie observó que los gobernantes viven en la permanente angustia de ganarse el reconocimiento de sus gobernados (súbditos, ciudadanos, protegidos, lacayos), y que esto los moldea en la convicción de que la política es, dijera la profesora Johannsen, “el mundo en el que los demonios andan sueltos.”
Ahora bien, no pretendo insinuar que todos los artistas sean “demonios” para los políticos, pero si examinamos cualquier época encontramos que artistas y gobernantes son ingredientes de un cóctel explosivo, una dupla catastrófica… y no por culpa del arte. El espíritu crítico que suele acompañar al quehacer artístico irrita al poder, y sus personeros no tienen reparo en utilizar métodos sutiles o burdos para acallar a los artistas cuando se les considera un peligro.
La censura es como una espada de Damocles que se cierne sobre los artistas. Lo único que cambia es el contexto, el personaje que la empuña y a veces el grosor de la cuerda que la sostiene. Desde la quema de libros de alquimia en la biblioteca de Alejandría ordenada por el emperador Diocleciano hasta la reciente declaración de persona non grata al escritor alemán Günter Grass hecha por gobierno israelí, la historia registra numerosos casos de censura a los artistas cuando expresan, ellos mismos o a través de sus obras, opiniones adversas a algún interés político.
La razón de negar al Premio Nobel la entrada a Israel -más simbólica que verdadero castigo- es el poema Lo que hay que decir, donde fustiga la política israelí. En el poema se lee: ¿Por qué he callado hasta ahora? / Porque creía que mi origen / Marcado por un estigma imborrable / me prohibía atribuir ese hecho, como evidente / al país de Israel, al que estoy unido / y quiero seguir estándolo. / ¿Por qué sólo ahora lo digo, / envejecido y con mi última tinta: / Israel, potencia nuclear, pone en peligro / una paz mundial ya de por sí quebradiza? / Porque hay que decir / lo que mañana podría ser demasiado tarde, / y porque —suficientemente incriminados como alemanes— / podríamos ser cómplices de un crimen / que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa / no podría extinguirse / con ninguna de las excusas habituales.
Grass reconoce que le acompaña el estigma de haber pertenecido a un cuerpo de élite nazi, aunque haya dejado en claro que se enroló cuando tenía quince años y el ingreso al ejército era obligatorio. El gobierno de Israel echó mano de este pasado del escritor para descalificarlo. La izquierda alemana exige a Berlín una postura oficial de respaldo al poeta. El diario Der Spiegel publicó que es típico de Jerusalén dar respuestas sionistas cuando cree detectar antisemitismo. En Israel han surgido tanto detractores de Grass como grupos que lo apoyan. La polémica ha arreciado porque cada quien toma la porción que más le conviene del conflicto, pues también han salido en defensa del escritor líderes del partido neonazi y el viceministro de cultura iraní le expresó su respaldo.
En una entrega anterior de JdO propuse que el arte trasciende a las mordazas de la política. Claro que en un primer momento el puño del censor cae con estrépito sobre el escritorio y en ese mismo instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón; La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán; Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa; Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales; No me voy a casar es echada del escenario a punta de pistola y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el apando de la cárcel más cercana… y un largo etcétera para el que no tengo espacio. Mas al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que los nombres de sus verdugos, si alguien los recuerda, es con oprobio.
Una revisión somera de la historia arroja episodios fascinantes de crítica artística y políticos refractarios. Cito como ejemplo la pintura de Edouard Manet sobre el fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas, cuadro que hoy podemos apreciar en Londres. El artista pinta a los militares mexicanos con uniformes franceses y con ello nos dice que fueron Francia y Napoleón, no México y Juárez, los responsables de la muerte de Maximiliano y sus generales. El mensaje del conjunto es una acerba crítica a Napoleón III, quien se aseguró de que la pintura no pudiera ser exhibida en Francia. Al Príncipe-Presidente le era insufrible el más leve cuestionamiento a su gobierno.
Otras voces se han hecho escuchar en contra de la política armamentista de Israel. ¿Por qué levanta entonces tanta polémica el poema de Günter Grass? Porque se trata de un escritor. El arte entra en conflicto con el poder cuando no se adapta a sus intereses. El caso de Ezra Pound es ejemplificante. Propagandista de los países del Eje y admirador de Mussolini, no tuvo problemas sino hasta el triunfo de los Aliados, cuando se le juzga por traición.
Los artistas son incómodos cuando no encarnan lo que Antonio Gramsci llamó intelectuales orgánicos. Se combate a los “críticos” porque los “neutrales” resultan convenientes a los intereses del poder. Cuando los artistas hacen públicas sus opiniones se les considera más peligrosos pues a diferencia de los políticos, los creadores están investidos de credibilidad y tienen un capital político superior al de quienes se dedican profesionalmente a las actividades públicas. Por eso son combatidos y colocados en el centro de la polémica en un intento por descalificar sus opiniones. Es la misma razón por la que muchos artistas fueron víctimas de la persecución porfirista, hitleriana, estalinista, macartista, videlista, pinochetista y todas las demás “istas” que no voy a mencionar aquí.
La historia registra muchos casos: José Martí, Jean Paul Sartre, Henry Miller, Guillermo Cabrera Infante, Alejandro Solyenitzin, Jack London, Salman Rushdie, James Joyce, Oscar Wilde, John Steinbeck y una larga, larguísima lista. La censura puede ir desde la prohibición de la obra -decisión que ha afectado especialmente a los escritores- hasta la cárcel o la muerte. Mas la paradoja es que los resultados son casi siempre contraproducentes, lo cual, como ya estudió Weber en el ensayo citado al principio, hace casi divertido ver cómo los políticos recurren a esta práctica una y otra vez. Cuando allá por 1740 François Marie Arouet -mejor conocido por su nom de plume: Voltaire-, supo que el gobierno de Francia había mandado incinerar en la plaza pública cuanto ejemplar de sus Cartas inglesas fue posible confiscar, exclamó: “Hombre, cómo hemos progresado: antes se quemaba a los escritores… hoy únicamente a sus libros. ¡Esto es civilización!” Doscientos años después, James Joyce se quejaba en carta a su editor norteamericano: “No menos de veintidós editores leyeron el manuscrito de Dubliners, y cuando, por último, fue impreso, una persona muy amable compró toda la edición y la hizo quemar en Dublín —un nuevo y privado auto de fe.” Y no hablemos de México, en donde se registran episodios que mueven a pena ajena, como la campaña desatada contra Los hijos de Sánchez o la prohibición de La sombra del Caudillo.
Tengo la seguridad de que la condena a Grass expedida por los políticos israelíes no refleja el sentimiento mayoritario de un pueblo al que veo más cercano a Amos Oz. Creo además que en materia de censura, nadie puede dejar de alzar la voz, aunque ésta sea minúscula. Martin Niemöller se encargó de recordarnos esto en su doloroso verso: Primero vinieron por los judíos / y no dije nada / porque yo no era judío. / Luego vinieron por los comunistas / y no dije nada / porque yo no era comunista. / Luego vinieron por los sindicalistas / y no dije nada / porque yo no era sindicalista. / Luego vinieron por mi / pero ya no quedaba nadie / para hablar por mí.
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