Miguel Ángel Sánchez de Armas
En memoria de Simba, a quien
no conocí.
Este texto es del 2003
Este texto es del 2003
Por la recta que lleva a Perote -la carretera con más topes por metro lineal en Veracruz y muy probablemente en el mundo- recientemente vi a un perro muy serio que trotaba de prisa. Era un streeter-cruzado-con-callejero de pelambre grasiento decorado con costras de lodo aquí y allá. El rabo mordisqueado y una oreja gacha me dijeron que era un rudo entre la jauría del rumbo. Sin embargo, algo había en su porte que me cautivó. Era -¿cómo decirlo?- cierta altivez, un aire de firmeza y seguridad y una mirada inteligente y reflexiva.
“¿A dónde irá ese perro con tanta prisa?”, me pregunté. ¿”Qué asuntos urgentes tendrá en una mañana de viernes?” En un tope coincidimos. Se detuvo con las patas delanteras sobre la joroba y el morro en alto, la cabeza ligeramente ladeada. La oreja gacha, trozada por mitad, se agitó en la brisa. Nuestras miradas se encontraron y entonces, seguro de que no le echaría el auto encima, cruzó la rúa y se perdió en una calle polvorienta.
Pensé que he conocido a muy pocos perros en mi vida. Les tengo miedo, creo que como resultado de la revolcada que me dio una vieja dálmata en casa de mis abuelos paternos. Tendría yo tres años y comía una salchicha cruda que se le antojó al viejo, chimuelo y casi ciego animal. Se acercó, olfateó el bocado, dio una tarascada y se llevó la salchicha con todo y mi mano. Grité. La perra se espantó y quiso correr pero no me soltaba. Apareció el abuelo. Volaron cintarazos. Llegó la abuela con el “¡Jesús!” y el “Santísimo” en la boca. Me rescataron. La perra fue enviada al exilio. La salchicha se perdió en el ajetreo y yo me quedé con un terror instintivo a los canes que más de medio siglo después no me puedo quitar.
De mis escasos encuentros perrunos, tengo algunas memorias divertidas y otras sobrecogedoras.
En Mexicali, hace como cien años, mis hermanos y yo adoptamos a Roldán, el pastor alemán de un vecino; lo rebautizamos “Tribilín” y durante algunos días le dimos la mitad de lo que mamá ponía en la mesa. Cuando la pobre se percató hubo tormenta y salimos todos, niños y perro, a escobazos. Pero los niños y los perros hablan el mismo idioma y en las noches siguientes “Tribilín” encontró una ventana abierta y una cama para no dormir a la intemperie... hasta el domingo en que mis horrorizados padres descubrieron a su camada abrazada al perro que, lo juro, roncaba.
Con el tiempo crecí y me casé. Una madrugada después de una juerga descubrí en la cochera a una famélica y asustada perra y en un arrebato la adopté y la llevé a casa... con los resultados que ya imaginará el lector. Yo tuve más suerte que el animal, pues dormí en el sofá. Luego tuve una hijita y un día la hijita quiso un perrito. En una tienda de mascotas adquirí por una cantidad exorbitante una bolita de pelo con ojos garantizada libre de pulgas y enfermedades contagiosas que, a la manera de la película de los Gremlins, en poco tiempo se transformó en el perro más tonto del mundo y en una nauseabunda máquina de lamer.
Un domingo por la mañana, sobre la autopista a Cuernavaca, un chucho corrió entre los coches en el momento en que yo aceleraba la motocicleta y quedó paralizado en la trayectoria de 350 kilos de metal y conductor. No fueron más de tres segundos. Lo vi aplanarse sobre la panza. En su mirada, que se trabó con la mía, había un espanto de muerte, una visión del fin del mundo. En la siguiente escena voy patinando sobre mi costado izquierdo con el casco chirriando en el asfalto, la motocicleta vuela fuera de la carretera y el perro va rumbo al Olimpo de sus antepasados.
Otra tarde, de entre una milpa a la orilla de un camino aparecieron tres perros enormes que corrían y brincoteaban en una extraña danza erótica. El que iba a la cabeza me vio acercarme. Hizo una cabriola, tomó tierra y se aventó en la trayectoria del auto, su mirada fija en mí, los belfos hinchados, la lengua de fuera, todo él una expresión de júbilo. Quedó atorado en la defensa y lo arrastré más de un kilómetro antes de poder orillarme.
No puedo dejar de preguntarme: ¿a dónde van los perros?
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