Juego de ojos

"Juego de ojos" es la columna que escribo desde hace más de 20 años. Tomé prestado el nombre a Elías Canetti.
A lo largo del blog se alternan las ediciones de la columna con trabajos académicos, ponencias y noticias de libros que he presentado en México y en el extranjero.
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sábado, 17 de marzo de 2012

Ensayo - El cuento y sus autores

Dr. Miguel Ángel Sánchez de Armas


“En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido”.

Chesterton

(Este texto es la introducción de un libro que preparo)

Edmundo Valadés sostuvo que en un cuento, la única posibilidad que el autor tiene de ser reconocido pasa necesariamente por el estilo.

“Es la marca de fábrica, la manera personal de contar la historia, de tender a su estructura, de perfilar personajes, de manejar el idioma. De tramar un cuento que resulte inolvidable, como también lo será él mismo”[1], expresó el autor de La muerte tiene permiso.  
En la vida cotidiana el estilo es la personalidad. Es todo aquello que caracteriza a un ser humano determinado y que refleja en su entorno más inmediato. También en literatura el estilo es parte de la personalidad del escritor, aunque en el proceso creativo el estilo se refiere a la manera en que un autor se vale de ciertas leyes, normas y técnicas, para expresarse. El estilo es la manera de hacer las cosas y siempre está presente en la literatura. Puede ser bueno, malo, excelente o regular, pero cuando está ausente, cuando del texto se deduce el parentesco con el idioma sólo por la presencia de las palabras, puede haber escritura, mas no literatura.



Hay estilos que se ensanchan y se universalizan en ciertas épocas, convirtiéndose en el sello de una generación –independientemente de las particularidades de cada uno de los integrantes de esa generación. Por ejemplo, pocos lectores acuciosos dejarían de reconocer un estilo en la cuentística francesa del siglo XIX y otro en la cuentística norteamericana de principios del pasado.

Creo que es indudable que en los últimos años el género cuento ha repuntado en el interés de los lectores mexicanos. La cultura audiovisual en que vivimos, con su carga de mensajes digeridos, pudiera explicar cierta predilección por lo breve entre quienes siguen creyendo en los libros. Zavala cree advertir que esta “cultura del fragmento” ha llevado a los escritores más sensibles a utilizar no sólo la palabra cotidiana, sino “muy especialmente el tono periodístico y hasta testimonial propios de la crónica, de tal manera que en muchos casos es difícil distinguir entre periodismo y creación literaria, entre testimonio y ficción.” [2]

Y respecto al creciente interés en el género, el mismo estudioso supone que una de las razones pudiera ser la explosión numérica de la universidad de masas, con el consiguiente aumento del número de lectores (y, por lo mismo, de autores y editores) de narrativa breve, acompañados por la multiplicación de los premios, becas, encuentros y talleres literarios en todo el país, y la relativamente reciente costumbre de organizar presentaciones de libros.

Sin embargo acota que nada de esto sería suficiente por sí de no existir otros elementos, que tal vez se encuentren en la misma evolución de un sector creciente de la sociedad civil, que encuentra en la narrativa breve un medio de comunicación particularmente atractivo, al ser accesible, relevante y que en muchas ocasiones rebasa su contexto original y merece una lectura más cuidadosa.

Me gustaría proponer que otro factor que está impulsando la lectura son los medios masivos, la radio y la televisión y en particular el internet.

Es ésta una propuesta por lo menos paradójica y desde luego controversial, pues a los medios electrónicos se les ha señalado como responsables de los altos índices de no lectura. Sin embargo me parece que el asunto no ha sido bien estudiado y que podríamos encontrarnos ante un cliché o un mito.

En un reciente encuentro convocado para definir políticas culturales, el sociólogo francés Alain Touraine dijo: “Quisiera no ser paradójico, pero francamente no veo de dónde viene este pesimismo que se escucha en el mundo entero: «Los libros nadie los lee».” Mucha gente lee libros, mucho más que antes. «Lo escrito desaparece frente a la imagen». Es exactamente lo contrario: el computer se abre a la palabra, antes de todo. En la misma televisión se observa que 20 años atrás, una frase de 3 palabras era lo máximo; ahora tal vez alcanza a 5, lo que es mucho, lo que es mucho. Y, finalmente, no hay que olvidarse de que tal vez las escuelas son pésimas, las Universidades son nulas, pero mucha gente va a estudiar y, mal que mal, estudia algo. Y entonces hay más conocimiento. El mundo actual tiene menos gente sin calificación y más gente altamente calificada, que las sociedades cien años atrás. ”[3]

Definir lo que es un cuento puede resultar una tarea tan peligrosa como intentar una definición de “belleza” que satisfaga a todo el mundo. Sin embargo, hay puntos en los que están de acuerdo la mayoría de los autores contemporáneos: extensión inferior a la de la novela, tensión constante y desenlace inesperado.

A partir de estos y otros puntos se ha intentado formular leyes, que como no atañen a fenómenos comprobables y medibles como la fuerza de gravedad o la curvatura de la luz en las proximidades de los astros, pueden dar a teóricos y críticos un placer semejante al que obtenían los padres de la Iglesia al discutir sobre el sexo de los ángeles, pero de poca utilidad al proceso creativo en sí.

William Faulkner dijo en alguna entrevista que si el escritor está interesado en la técnica, más le valdría dedicarse a la cirugía o a la colocación de ladrillos. Opinión extrema, sin duda, pero tiene lo suyo. Edmundo Valadés, en contra, fue capaz de revisar brillantemente todos los aspectos teóricos del cuento y concluir con una sencilla confesión: “... al término de especulaciones, el cuento tiene leyes secretas, misteriosas, y lo único que sé es que sólo el cuentista es quien puede intuirlas.”

Entre aquel tajante rechazo a la técnica, y este azoro frente a los misterios de la creación literaria hay, digamos, un canal de navegación por el que es posible transitar muy provechosamente.

¿Qué es, pues, “un cuento” en literatura? Julio Cortázar dice que el cuento “parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte cuartillas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha.”

Hay, por supuesto, muchas definiciones de cuento. O intentos de definición, entre ellos:

Ernesto Sábato: “El cuento tiene que dar en pocas palabras una idea toral y poética.”

Robert Stanton: “El autor de un cuento debe crear y poblar su mundo, y simultáneamente zambullirse en la acción.”

Mario A. Lancelotti: “El tour de force del cuentista consiste en convertir el acontecimiento en un lenguaje; el cuento no es una forma estática.”

Silvina Bullrich: “El cuento puede darse todos los lujos menos el de ser incompleto; el cuento es un hecho consumado, una íntima parcela de vida completa en medio de los años que abarcan el pasado de un hombre sobre la tierra.”

Alberto Moravia: “El cuento debe sujetar en su silla al lector.”

H. H. Murena: “El cuento es algo así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto en ella está el universo entero.”

Hay, por supuesto, muchas más definiciones que las citadas a manera de ejemplo; es más, quizá tantas como cuentistas. Una revisión cuidadosa de las recetas, leyes y técnicas que rigen o que deben regir al cuento, nos permitirá aislar de inmediato elementos comunes a principios generales de la técnica cuentística tal como se conoce hoy en día. Dejo fuera de estos principios el tema de la extensión, que puede ser interminable. Un cuento es un cuento y como tal se le reconocerá independientemente del número de páginas en que esté contenido.

A mediados del siglo antepasado Edgar Allan Poe –sin duda punto de referencia para la cuentística contemporánea- publicó su famoso análisis sobre el cuento o historia corta:

“Un hábil artista literario ha construido una narración. Si prudente, no ha modelado sus ideas para conciliarlas con su trama; pero habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr, entonces pergeña tales incidentes, y combina tales hechos como mejor le sirvan para lograr ese efecto preconcebido. Si desde la misma primera línea no se tiende al logro de ese efecto, entonces habrá fracasado en el primer paso. A lo largo de toda la extensión de la obra no incluirá una sola palabra cuya tendencia, directa o indirecta, no sea hacia la consecución de ese diseño prestablecido.”

En 1925, otro par de la República de las Letras, el uruguayo Horacio Quiroga, publica su Manual del perfecto cuentista en cuyo punto V aconseja: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.”

Cuarenta y cinco años después Cortázar diría: “Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o  las primeras escenas.”

Y nuestro compatriota Edmundo Valadés, 16 años más tarde, apuntó: “Un cuento debe estar conformado como un círculo trazado de principio a fin, sin que sea válido salirse de él. Hay que sujetarse a la redondez que exige, a la continuidad de la historia prestablecida, que debe desenvolverse sin rodeos o divagaciones innecesarias o excluyentes, hasta alcanzar el punto que la cierre.”

En estas reflexiones de los cuatro maestros citados podemos encontrar lo que parecieran ser los dos elementos básicos del cuento: la tensión, o el mantener sin concesiones cierta, digamos, presión vital que fluye del creador al lector, y un estilo que a la manera de una flecha en busca de su blanco, discurre sin  desviaciones, sin rodeos innecesarios, desbrozada de todo exceso y de toda carga que pueda entorpecer su fin y estorbar la tensión.

También un cuento debe dejarnos la sensación de que los hechos descritos –trátese de situaciones extraordinarias en que se involucran seres ordinarios o de seres extraordinarios atrapados por asuntos ordinarios, no sólo son posibles sino que incluso nos pudieron haber pasado a nosotros.



Construir una teoría del cuento ha sido un reto intelectual tan antiguo como el género. Hay una extensa bibliografía y en las facultades de letras de todo el mundo sesiones cátedras especializadas en el análisis y desensamblaje de los secretos de esa propuesta literaria.

En el gremio de escritores las posturas van desde el moderado interés hasta un franco desprecio y rechazo a la elaboración teórica de los críticos y académicos. No pocas veces unos han acusado a los otros de pretender armar planos para el género, como si de edificar puentes o armar rompecabezas se tratara, cuando no guías “hágalo usted mismo”.

Ya cité lo que Faulkner opinaba de la técnica. Más conciliadora, Eudora Welty opinaba que los escritores no debían negar las posibilidades y los logros de una buena crítica: “Eso sería jactancioso, ignorante y ciego. La crítica a un cuento puede parecer ciega en sí misma cuando es introspectiva y tediosa; pero por otra parte, puede ver el cuento como un todo y sus relaciones sutiles. Seríamos tontos si no investigáramos estos puntos. Nos pueden dar mucha luz”... aunque se apresura a decir a los escritores neófitos que “no se preocupen demasiado por los análisis de cuentos que puedan encontrar en libros de texto o artículos críticos”, pues si bien está dispuesta a admitir que pueden ser brillantes y útiles para sus propios fines, “en un sentido práctico simplemente no tienen mayor ascendencia sobre la forma de escribir”.[4]

Quizá el camino se encuentre entre estas dos posturas. O, para decirlo de otra manera, cada quien a lo suyo. Que los creadores no pierdan tiempo en despotricar contra los críticos y que los críticos entiendan que si bien sus elaboraciones son importantes para comprender el proceso creativo, poca influencia es la que sus trabajos tendrán en el proceso mismo de la creación.

Una inteligente postura es la de la mexicana Silvia Molina, autora del  memorable La mañana debe seguir gris: “El artista no cuenta con reglas para la creación, porque el arte no puede crearse con reglas universales pues cada artista funde las leyes estéticas anteriores a él. El escritor sabe que su enemigo son las reglas, pero también que debe analizar fríamente lo que su escritura significa o quiere significar. Debe pensar como un matemático, pero sacrificar a tiempo la precisión por el gusto.”

¿Caras del mismo poliedro? No lo sé. Bástenos con apuntar que creador y teórico sin duda se complementan y un punto de encuentro tienen, pero viven diferenciados.

No es fácil comprender esto cuando se es joven y con la ilusión de convertirse en escritor llega uno a los salones en donde se imparten clases de lengua y literatura. Sólo el ejercicio mismo de la escritura diferenciará los caminos. Pero tampoco se puede ser creador como si fuese uno tocado por un dedo divino. Todos hemos escuchado decir a los escritores, pues es pregunta obligada, de que se trata de 90% sudor y 10% talento, o que si las hijas de Zeus realmente existen es mejor esperarlas escribiendo.

Esta liga entre el estudio y la creación me parece magistralmente explicada por Xavier Villaurrutia en una carta que le dirigiera a uno de sus alumnos de la secundaria siete:

“La crítica y la curiosidad han sido nuestros dioscuros; al menos, han sido los míos. Bajo la constelación de estos hijos gemelos de Leda transcurre la vida de mi espíritu [...] La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos hacia perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas. La crítica pone orden en el caos, limita, dibuja, precisa, aclara la sed y, si no la sacia, enseña a vivir con ella en el alma.”[5]

Como dice Barrera Linares en sus Apuntes para una teoría del cuento,  “El mismo hecho de no sentirse constreñidos por la necesidad de elaborar postulados teóricos que puedan ser utilizados en la delimitación buscada, ha ocasionado que quienes los sustentan no se sientan obligados sino a perfilar una supuesta teoría del cuento desde dos perspectivas básicas: el efecto (sobre el receptor) y la presentación (o estructura). Desde los puntos de vista mas generales (Bosch, Poe, Balzac, etc.) hasta los que intentan ser muy específicos (Meneses, Cortázar, Quiroga, etc.), la especulación teórica se diluye muchas veces en algún aspecto particular del cuento literario que pareciera no ir mas allá de una presunta posición individual al respecto.

“Otra cuestión sería la relacionada con la metaforización sobre lo que debe ser el relato breve (no olvidemos que se trata principalmente de creadores). Obviamente, también hay quienes se han detenido en el problema desde la visión más pragmática de la crítica o el ensayo (Castagnino, Baquero, Anderson Imbert, Lancelotti, etc.). No obstante, la búsqueda de rasgos que permitan la constitución de una teoría coherente del cuento sigue siendo una necesidad.”[6]

Y hay quien, con el debido respeto a la labor crítica, no deja de percibir la sutil pero real influencia recíproca que tienen creadores y críticos. El médico, viajero, escritor y agente secreto que nos regaló La luna y seis peniques, W. Somerset Maughan, tiene la palabra:

Poe decía que un buen cuento es una obra de ficción que se refiere sólo a un incidente, material o espiritual, y puede ser leído de una sentada; es original, debe brillar, ser estimu­lante o impresionante, debe tener unidad de efecto y moverse en una sola línea, desde su planteamiento hasta su conclusión. De acuerdo con lo que he leído, me fui volviendo consciente del hecho de que exis­ten muchísimos cuentos excelentes que, según esos cánones, deberían ser rechazados. Ahora bien, el crítico no dicta leyes al artista: toma nota de su práctica común y de ésta deduce reglas. Pero cuando un talento original las rompe, el crítico, aunque brin­que como un diablo, finalmente se ve for­zado a modificar sus reglas para adoptar la novedad.”[7]

No puedo dejar de apuntar, antes de concluir el capítulo, que al leer las elaboraciones y reflexiones, digamos teóricas, de los creadores, tuve la sensación de que era un cuento  el que leía y no un texto académico. Creo que quien se acerque al Decálogo de Quiroga o a la teoría de Poe no tendrá la sensación de haberse afiliado al Círculo Lingüístico de Moscú ni sentirá el tomo de Propp entre las manos. Es más probable que disfrute esta lectura como si de cuentos de los autores se tratase.

Esto tiene que ver, pienso, con la relación sutil que se establece entre creadores. Un escritor casi nunca recomienda leer críticas o estudios sino obras. Los cuentistas se nutren de otros cuentistas y los escritores profesionales lo que hacen es beber todo lo que pueden del género que les interesa.

Después de un repaso bibliográfico y de numerosas conversaciones y debates con oficiantes y estudiosos del género, propongo que en lo único en que existe absoluta coincidencia es en el postulado de que el cuento, para serlo, debe ser breve, aunque la brevedad es algo harto difícil de definir. Pero sea: todos parecen estar de acuerdo en que breve es el nombre del cuento. Y otro punto en donde encuentro universal asentimiento, es en que, Perogrullo dixit, el cuento no es una novela ni a la inversa...





[1] Salvo indicación en contrario, las citas que atribuyo a Edmundo Valadés a lo largo de este texto son de la transcripción de las conversaciones que tuvimos a mediados de 1985.
[2] Zavala, Lauro, La palabra en juego. Antología del nuevo cuento mexicano. Tercera edición, 2000. Universidad Autónoma del Estado de México.
[3] “Premisas de una política cultural”. Encuentro “Espacio 05”. 17 de marzo del 2005. San Luis Potosí.
[4] Welty, Eudora. “La lectura y la escritura de cuentos”.
[5] Carta de Villaurrutia a Valadés, c.1934.
[6] Barrera Linares, Luis. Ensayo sin pie de imprenta.
[7] Maughan, W.Somerset. Naturaleza del cuento.

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