Dr. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Con frecuencia al admirar una obra de arte nos limitamos a las categorías estéticas y no se nos ocurre que tal vez el creador tenía en mente comunicar algo a sus contemporáneos. Pienso que esto es particularmente cierto de las obras de siglos anteriores, cuando la pintura, la escultura y la arquitectura tenían, a más de los simbolismos propios de la creación, funciones no tan diferentes como las que hoy cumplen los medios masivos impresos y audiovisuales.
Esto pensé durante una visita a las grandes exhibiciones de arte inglesas. Una y otra vez, el semblante heróico de un militar, la ausente y lánguida figura femenina en el claro de un bosque, las poses de los burgueses en sus palacios, el espanto de los soldados en el fragor de la batalla o la disonancia entre un título y el tema del cuadro, me decían algo más, como si, absurda idea, fuesen ventanas a otra época.
No soy tan ingenuo como para creer que descubrí el hilo negro. Las bibliotecas rebosan de títulos eruditos que exploran los ocultos significados del arte. Pero lo que yo sentí, periodista al fin, es que muchas de estas obras cumplieron en su tiempo funciones semejantes a las que hoy tienen los medios masivos, en particular la televisión. Lecturas posteriores me lo confirman.
Por ejemplo, La matanza de los inocentes de Pieter Breugel El Viejo (1565) actualmente en exhibición en una de las habitaciones del Castillo de Windsor. El relato bíblico de cómo Herodes, temeroso de la profesía del arribo de un nuevo rey que lo sustituiría en el trono de los judíos, ordena la muerte de todos los niños varones menores de dos años, ha sido un tema recurrente entre los pintores de la antigüedad y modernos, desde El Geronés en 1275 hasta Gjertson en 1991, pasando por Pisano, Fra Angelico, Mocetto, Aspertini, Tintoretto, Poussin, Castello, Doré y muchos más, entre ellos el formidable y quizá mejor conocido cuadro de Rubens.
El episodio del infanticidio ha sido recreado en todas las técnicas posibles, y masacre de los inocentes se hizo sinónimo de crímenes espeluznantes. Breugel lo usa para describir un episodio de la ocupación de los Países Bajos ordenada por Felipe II para reprimir la herejía calvinista y anabaptista, cuando la tropa española apoyada por un escuadrón de valones reprime a los habitantes de un pueblo flamenco y da muerte a los niños. Algunos estudiosos han apuntado que Breugel incluyó en su cuadro al Duque de Alba (barbado), quien estuvo al mando de la sangrienta campaña.
El cuadro, entonces, adquiere carácter de una declaración. Reseña un hecho pero es a la vez una denuncia. Lejos de un producto estético. Y su exhibición provocó tales reacciones en los auditorios, que eventualmente hubo se ser retocado para oculatar los rostros de los infantes que eran pasados a cuchillo por las tropas invasoras, y se colocó en su lugar a animales domésticos.
En aquel recorrido encontré otros ejemplos que avalan mi propuesta: los públicos de aquellos años veían y reaccionaban ante las obras de arte de manera muy semejante a cómo nosotros reaccionamos hoy al escuchar noticias o verlas en la tv o leerlas en los diarios.
La ejecución de Maximiliano de Edouard Manet (1867). La historia del cuadro es en sí fascinante. Se trata de la segunda de tres versiones que el artista pintó sobre el mismo tema y que fueron censuradas por razones políticas. Manet comenzó el cuadro poco después de la ejecución del Cerro de las Campanas (17 de junio de 1867) y lo guardó en su estudio. A su muerte en 1883, su familia lo seccionó aparentemente para vender los trozos ya desprovistos de cualquier connotación política. O Quizá hayan sido otras las razones para la mutilación, pues hay versiones de que fue el propio pintor quien mutiló las efigies del Emperador y Mejía, y otras aseguran que su hijo las utilizó para una hogueras. Sea como fuere, en 1890 Edgar Degas adquirió el fragmento de la extrema derecha, en donde un oficial del pelotón examina su fusil, y se propuso recuperar los restos de la obra, cosa que logró en 1912. En 1918 la Galería Nacional compró el cuadro que hoy exhibe en cuatro fragmentos.
Dejando de lado los valores estéticos, un mexicano educado en la historia de ángeles y demonios que se imparte en nuestras aulas puede experimentar sentimientos encontrados frente al cuadro, dependiendo si considere a Maxilimiliano salvador o anticristo. ¿Pero Manet? Por sus convicciones republicanas no era simpatizante de Napoleón III. Y si examinamos detenidamente la composición del cuadro, y recordamos las circunstancias de la época, la conclusión es que nos encontramos no ante una obra de arte, sino frente a una pieza de propaganda política.
El fusilamiento de Maximiliano fue motivo de gran descrédito para el dictador sobrino del Corzo, pues primero alentó y apoyó la aventrua mexicana de Maximiliano y despúes con el retiro de sus ejércitos le pavimentó el camino al Cerro de las Campanas.
Es en este contexto que la intención de Manet debe considerarse. En primer lugar, el peso del cuadro está en el pelotón de fusilamiento, no en los fusilados cuyo destino ha quedado sellado con la descarga. Es un hecho consumado, no hay dubitación. Pero los militares, mexicanos, visten uniformes franceses. El artista nos dice que en efecto fue Francia, y sus políticas imperiales, la causante de la muerte de Maximiliano y sus generales. En el extremo derecho, el oficial que alista su arma para el tiro de gracia que habrá de aplicar enseguida muestra una total indiferencia. Es un día más, otro deber, nada que pueda mover a la emoción. ¿Que se derrama sangre real? No es cosa que importe al Imperio. El mensaje del conjunto es una acerba crítica a Napoelón III. Así se etendió y ninguna de las tres versiones pudo ser exhibida en Francia.
La ejecución de Lady Jane Grey de Paul Delaroche (1834), arrancó exclamaciones de dolor y uno que otro vahído entre damas sensibles cuando se exhibió por primera vez en París. Habían transcurrido apenas 40 años de la decapitación de María Antonieta y la visión de otra joven reina momentos antes de sufrir la misma suerte conmovió al público.
Jane Gray era nieta de Enrique VII y fue proclamada Reina de Inglaterra en 1553 a la edad de 17 años, pero sólo ocupó el trono durante nueve días. Los seguidores de María Tudor la depusieron, fue encerrada en la Torre de Londres y decapitada el 12 de febrero de 1554. He aquí todos los elementos de una tragedia romántica: una joven, bella y virginal princesa es atrapada en la lucha entre protestantes y católicos; los complotistas de la Corte organizan su coronación; el bando rival la derroca; al calor de la lucha se convierte en un símbolo incómodo para todas las facciones y es entregada al verdugo. Aunque se sabe que era una muchacha muy inteligente, hoy sólo se le recuerda por el destino trágico que sufrió sin que ella realmente tuviera, como decimos, vela en el entierro.
En el cuadro de Delaroche, la joven se dispone a colocar el cuello sobre el bloque de madera gentilmente auxiliada por el Teniente de la Torre mientras el verdugo, grave y decidido, aguarda. Jane Grey viste un fondo de satén blanco y lleva vendados los ojos. Es la imagen misma de la fragilidad, la inocencia y el desamparo. A un lado, frente a un pilar, una doncella se ha desmayado con el vestido y joyas de la condenada en el regazo, mientras otra llora con el rostro contra la piedra, incapaz de atestiguar la escena.
En verdad una imagen conmovedora. La técnica realista y las dimensiones del cuadro (2.5 por 3 metros) dan al conjunto un aire trágico que explica la reacción de los auditorios de la época. Sólo que, a la manera de los productores actuales de telenovelas, Delaroche conocía a su público y se permitió algunas licencias. A Jane Grey la ejecutaron en los jardines de la Torre de Londres, no en su celda. Tampoco se le vendaron los ojos ni apareció en fondo sino con vestido completo. Y el pelo, que en la pintura es una cascada dorada, en realidad lo habría llevaba en un chongo. Yo creo que el verdugo tampoco habría tenido el aire pensativo del cuadro y las damas de compañía –acongojadas, a no dudar- habrían estado en otro lugar. Puesto que se trató de un acto político que involucraba nada menos que la sucesión al Trono del Imperio Británico, sin duda un numeroso grupo lo atestiguó. Así, de un hecho histórico documentado, de un suceso político con el que se podría estar o no de acuerdo pero que fue ordenado por una lógica de los tiempos, el pintor construye un drama para mover a las masas. ¿Suena conocido?
Alegoría con Venus y Cupido de Agnolo di Cosimo di Mariano Tori, llamado El Bronzino (1545), es una de las pinturas más conocidas y apreciadas del manierismo, el estilo artístico de transición del renacimiento al barroco. Para el espectador moderno el primer impacto es el de una exquisita mezcla de texturas, colores y formas que se resuelve en un conjunto de fuerza y equilibrio. Una Venus nívea recibe de Cupido un beso en el centro de un conjunto de personajes de posturas artificiosas y expresiones contrastantes. La beatífica expresión de la Diosa, la juguetona mirada del infante a la derecha, el anciano que extiende un brazo protector o la doncella que parece lanzar una mirada ausente a los demás personajes, nos arrancan expresiones de asombro y admiración. ¡He aquí una gran obra de arte!
Pero en su momento fue una producción erótica famosa en la corte florentina de los Médici y en los salones del lascivo Francisco I de Francia. Su mensaje erótico fue la delicia entre la realeza, si bien hoy sus significados más ocultos no han sido del todo esclarecidos: domina el cuadro la figura de Venus, quien besa a Cupido, su hijo, al tiempo que con la mano derecha le sustrae una de sus flechas y en la izquierda sostiene la Manzana Dorada, regalo del pastor Paris. El niño que se acerca por la derecha es Frivolidad, quien además de estar a punto de arrojar sobre la pareja las rosas del placer, lleva en el tobillo los cascabeles del bufón de la Corte. A sus espaldas vemos el rostro de una bella joven que ofrece un trozo de colmena, símbolo del placer; pero un examen más detallado revela que sus manos están invertidas y su cuerpo es el de un monstruo cuya garra está entre las piernas de Frivolidad mientras que con la otra mano sostiene el aguijón en el que culmina su cola escamosa. En la parte superior derecha, Tiempo impide que Olvido, representado por una máscara y una peluca, arroje su manto sobre la escena.
Esta es una explicación fascinante para un ciudadano del Siglo XXI, pero a la luz del Siglo XVI el significado pudo haber sido: Venus se involucra en una relación incestuosa con su hijo Cupido, quien cínicamente pisotea los votos de fidelidad marital de su madre, representados por la paloma en la parte inferior izquierda. Frivolidad ciega a la pareja a las consecuencias de su conducta, que además del engaño puede traer enfermedades, lo cual sería un amargo aguijoneo a su placer, posibilidad que también se les oculta. Sólo Tiempo podrá revelar la verdad de los hechos y frena la intención de Olvido para ocultarlos.
Sabemos que Bronzino introdujo muchos cambios a la obra conforma avanzaba en ella, y hay personajes que sufrieron hasta tres cambios de postura. Eso nos habla del carácter dinámico del arte, rasgo que no siempre es evidente para el espectador moderno acostumbrado al movimiento en la pantalla del televisor.
En Los Embajadores, cuadro pintado por Hans Holbein el Joven (1533), tenemos otra muestra de la naturaleza comunicativa y simbólica del arte pictórico. A primera vista es un retrato más comisionado por acomodados burgueses para adornar la estancia de un palacio. Dos hombres jóvenes ricamente ataviados miran al espectador con aplomo y seguridad. A la izquierda Jean de Dinteville, Embajador francés ante la corte inglesa y a la derecha su amigo Georges de Selve, obispo de Lavaur (al sur de Tolouse) y enviado a la República de Venecia y la Santa Sede. Aunque estos poderosos personajes eran muy jóvenes, 29 y 25 años respectivamente, tuvieron participaciones destacadas en los movimientos religiosos y políticos desatados por la Reforma.
La maestría de Holbein logra una composición de color, texturas y objetos que habla tanto de la riqueza de los jóvenes como de sus intereses académicos y artísticos. Frente a una cortina de rico brocado, De Dinteville y De Selve parecen tomar un respiro a la mitad de alguna discusión filosófica, científica o teológica y descansan en el mueble en donde se agrupan diversos objetos propios de su interés, como libros, aparatos para la astronomía, globos terráqueos, instrumentos musicales, un compás y un catalejo, entre otros.
Una vez apreciado el equilibrio del conjunto, sus texturas, matices y colores, podríamos pasar de largo, mas la presencia de un extraño objeto en la parte inferior llama la atención y nos introduce a la multiplicidad de mensajes contenidos en el óleo. Pues Los Embajadores es menos un cuadro que una historia de vida. De Dinteville simboliza la vida secular y De Selve la contemplativa. lo reflexivo. Hay entre los amigos un complemento y equilibrio perfecto. El objeto a sus pies al primer golpe de vista se confunde con la decoración de los mosaicos en el piso. Mas visto desde el ángulo inferior derecho cobra perspectiva: es una calavera humana, magistralmente distorsionada, que no sólo simboliza brevedad de la vida sino que dice al espectador que sin importar la condición económica, social o académica, todos debemos rendir cuentas un día.
Los objetos nos hablan más de la vida de los personajes. En el estante superior hay instrumentos para medir el tiempo y para comprender el movimiento de los astros, es decir, hechos que escapaban en aquel momento a la racionaidad: un globo terráqueo, un reloj solar portátil y otros instrumentos. En el estante inferior los objetos se refieren a actividades más mundanas: un globo, una mandolina, un libro de matemáticas, un estuche de flautas y un himnario abierto en la traducción de Lutero a “Viene el Espíritu Santo”, mensaje que en su época debió ser muy claro, pues la Reforma Protestante estaba en su apogeo. Incluso el diseño del piso fue pintado como otro capítulo de la historia, pues se deriva de los símbolos cósmicos de la Abadía de Westminster. Otra interpretación dice que la cuerda rota en la mandolina simboliza ya sea la fragiliad de la vida o las consecuencias de los enfrentamientos religiosos en tanto el libro de salmos un ruego por la unidad cristiana. En conjunto, la simbología pudiera expresar la preocupación de los personajes sobre lo incierto de los tiempos que vivían.
El precioso Retrato de los Arnolfini de Jan Van Eyck (1434) a primera vista es uno más de los lienzos comisionados por una familia rica a un pintor de moda para dar a su casa un toque de distinción y añadir otra evidencia de su condición económica. El personaje masculino es Giovanni di Nicolao Arnolfini, rico comerciante avecindado en Brujas, y su esposa.
Aquí nuevamente, con los ojos de aquella época, podemos leer la historia que el cuadro nos ofrece, como si fuera un programa actual de televisión. La condición económica y social de los personajes queda desde luego establecida por su vestimenta y los objetos de la habitación: el candelabro, los muebles, los adornos y la cama (aunque en el siglo XV no existía el concepto de dormitorio como lo conocemos). La esposa de Arnolfini parece embarazada, pero en realidad sólo sostiene frente a sí un pliego de su ancho vestido, siguiendo el modelo de belleza femenina contemporáneo.
El comerciante eleva la mano derecha en una suerte de bendición, pero en realidad saluda a dos visitas, una de ellas quizá el propio Van Eyck, que en ese momento entran a la habitación y cuyas siluetas podemos distingir en el espejo del fondo, en cuyo marco hay escenas de la Pasión de Cristo.
El gozque a los pies de la pareja, cuyo pelambre está trabajado con el mismo cuidado que la luz que se refleja en el candelabro, simboliza la fidelidad y los zapatos en la parte inferior izquierda representan la santidad del hogar. En la pared del fondo, entre el espejo y el candelabro, en elaborada escritura se lee: Johannes de eyck fuit hic, literalmente, “Aquí estuvo Johannes de Eyck”.
Toda esta construcción sobre el perfil del comerciante Arnolfini, su familia, su lugar en la sociedad, su riqueza y, sin duda, su futuro, era leída por sus invitados de la misma manera en que hoy podríamos conocer el perfil de un hombre rico y poderoso que exhibiera en una gran pantalla plana la sala de su casa una película de su vida.
Otro ejemplo claro del uso del arte como una declaración política o de una propaganda social y partidista es la pintura de Jacques-Louis David sobre el asesinato de Marat justo después de la proclamación de la república francesa.
El asesinato fue cometido por la contrarrevolucionaria Charlotte Corday. La muerte de Marat y su funeral fueron utilizados para hacer propaganda política.
En el cuadro podemos ver a Marat momentos después de su muerte sentado en la bañera que utilizaba y con la carta que poco antes le enviara la misma Charlotte.
En esta obra el artista utiliza una luz cenital, muy teatral , en donde logra altos contrastes y acentúa el momento trágico.
En el aspecto formal, el cuadro tiene una composición realmente atrevida en donde se destaca un gran espacio vacío en la parte superior que contrasta con la mitad inferior y se observa el empleo del rectángulo dorado o la sección aurea.
Además de la grandiosidad de la composición se destaca el tratamiento del personaje que nos recuerda, con la caída del brazo, al Cristo de la Piedad de Miguel Ángel.
Pero por otro lado, sobre el mismo hecho histórico que hace de Marat un mártir y símbolo de la República, tenemos la pintura sobre Charlotte Corday hecha por Paul Jacques Aimé Baudry (1860) en donde por lo contrario, se convierte a Marat en un criminal y a Charlotte en una heroína.
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