Es asombroso que esta humanidad nuestra haya logrado la hazaña de poner hombres en la luna y lanzar máquinas inteligentes a las profundidades del espacio mientras permanece con una ignorancia supina respecto de nuestro propio planeta.
Casi con la mano en la cintura se puso en órbita el telescopio Hubble para fisgonear en las galaxias más distantes, pero hasta hace unas cuantas décadas los geólogos debatían y se satanizaban entre sí por diferencias sobre la edad de la tierra.
Todavía resuenan en el imaginario colectivo aquellas palabras de “un pequeño paso para un hombre, un enorme salto para la humanidad” radiadas desde nuestro satélite a 390 mil kilómetros, pero acá abajo seguimos sin tecnología para rescatar a la tripulación de un submarino accidentado a 600 metros en el mar.
Y no deja de ser una paradoja que mientras nuestro establishment científico-tecnológico recientemente pudo pegarle a un cometa distante como a un millón de kilómetros, no se haya logrado vencer a los agentes microscópicos que causan el Sida.
Asómbrese: hace apenas en 1991 se confirmó la teoría de que fue un meteorito el responsable de la aniquilación de los dinosaurios. Y para este México que anda siempre de capa caída porque no ganamos medallas ni de plomo, me place informar que fue en Chicxulub, Yucatán, en donde hace 65 millones de años cayó la roca que eliminó a las grandes lagartijas y dejó libre el camino a los mamíferos, es decir, a nosotros... y de paso aplanó la península y la dejó lista para los paisajes maravillosos que hoy conocemos como la tierra del faisán y del venado.
Hoy amanecí pesimista, y como además acabo de releer la fascinante Breve historia de casi todas las cosas de Bill Bryson, permítame platicarle este cuento que no tiene nada de ciencia ficción.
Un meteorito de diez kilómetros de diámetro hizo un cráter de 180 kilómetros de ancho y 45 kilómetros de profundidad (que ahí está, bajo tres mil metros de caliza). Pemex lo exploró en 1955 y dictaminó que era de origen volcánico. Pero hace 23 años la comunidad geológica internacional echó las campanas a volar cuando se confirmó que precisamente ahí, ¡máre!, había tenido lugar el gran impacto y uno de los grandes enigmas de la historia quedó resuelto.
¿Qué sucedió? La explosión del golpe fue equivalente a varios miles de veces el arsenal termonuclear del que hoy disponen los países civilizados y levantó una nube de polvo que oscureció la atmósfera y alteró el clima durante más de diez mil años. Los pobres reptiles no sobrevivieron, pero nuestros peludos antepasados de sangre caliente sí.
Pensará que sesenta y cinco millones de años es muchísimo tiempo y que soy un insoportable catastrofista. Pues bien, le informo que unos dos mil asteroides como aquél regularmente se aproximan a la trayectoria de la tierra. En 1991 una roca del tamaño de una casa, bautizada “1991 BA”, pasó a tan sólo 160 mil kilómetros: en términos espaciales el equivalente a una bala calibre .45 atravesara la manga de su camisa sin herirlo.
¿Por qué un objeto tan pequeño en relación con el tamaño del planeta podría ahora terminar con nuestra especie? Porque al entrar en la atmósfera provocaría temperaturas de 60 mil grados Kelvin -diez veces el calor en la superficie solar- y todos los objetos en esa trayectoria –casas, autos, edificios, personas, perros, gatos, vacas y musarañas- se chamuscarían en un milisegundo. Al momento de la explosión una onda expansiva de casi la velocidad de la luz arrasaría instantáneamente un radio de 200 kilómetros y unos segundos después algunos miles más. Se cree que mil millones de seres humanos perecerían en los primeros segundos. Después, una reacción en cadena de temblores, explosiones volcánicas y tsunamis azotaría al planeta, mientras que nuevamente el polvo taparía la luz del sol durante algunos miles de años.
En definitiva, es una posibilidad terrible. La buena noticia es que un impacto así tiene posibilidades de ocurrir tan solo cada millón de años.
Ahora bien, ¿una pequeña cosa es una cosa pequeña? No piense el lector que amanecí anfibológico. Creo que la pregunta tiene sentido en este mundo nuestro de las grandes hazañas y los aún mayores avances tecnológicos.
Ejemplos sobran y no necesito recurrir a demasiados para dar sentido a mi pregunta. Desde un acorazado a mil quinientos kilómetros en el Índico o el Mediterráneo, la gran armada pudo colocar una bomba inteligente justo en el búnker de Bagdad donde se ocultaban los cabecillas del eje del mal y además transmitir en vivo la hazaña al mundo. Pero nuestra avanzada tecnología no pudo salvar la vida a un puñado de ancianos en un asilo de Nueva Orleáns durante el huracán Katrina en el 2005.
Nos dejamos deslumbrar con demasiada facilidad por “lo grande” y por “lo portentoso” y dejamos de ver las pequeñas cosas que son las verdaderas maravillas de la vida.
Pensemos en nuestro cuerpo. Al pobre lo llevamos por la existencia como a un estuche necesario pero estorboso. Lo llenamos de toxinas y grasas que toman por asalto el hígado, las arterias y el corazón. Inyectamos gas venenoso a presión en los pulmones. Lo asfixiamos con la ropa de moda. Los elegantísimos tacones altos que tan bien modelan el derrière femeninoson tortura china para la columna vertebral. La corbata de alegres colores que aprisiona el cuello y anuncia nuestra capacidad de compra, frena el flujo de sangre al cerebro.
Casi nunca nos detenemos a pensar en cómo funciona este maravilloso receptáculo del espíritu. Si nos cortamos en la afeitada matutina, en vez de maldecir por el qué dirán en la oficina, pensemos en el milagro de la coagulación. En el instante en que la navaja rasga la piel, unas veinte proteínas acuden en masa para tapar el molesto flujo de sangre. ¿Le parece una banalidad? Pues fíjese que si una sola de esas proteínas faltara, usted sencillamente se desangraría. Esta es una de esas pequeñas cosas: un hemofílico es alguien que no tiene completa su batería proteínica. ¿Y qué me dice de los fagocitos? Estos corpúsculos andan navegando plácidamente por el cuerpo, casi dormidos, al lado de los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Pero en el instante mismo en que una bacteria se introduce a la sangre despiertan y se lanzan furiosos a combatir al agresor. ¡Y en ninguna parte hay un monumento a las proteínas o a los fagocitos!
Echemos un vistazo a nuestro alrededor y descubriremos otras pequeñas y maravillosas cosas. Una modesta hormiga es capaz de transportar objetos cientos de veces más pesada que ella; si fuese del tamaño de un perro sería más poderosa que el más potente de los bulldozers. Una mariposa monarca viaja miles y miles de kilómetros y regresa al árbol familiar en Angangueo con mayor precisión que un rayo láser. El murciélago se guía en la oscuridad con un sonar que ya quisieran en la NASA para un día de fiesta. Pocos tejidos hay en la naturaleza con la resistencia de la membrana del jitomate: si nuestra piel tuviese proporcionalmente la misma resistencia, el filoso cuchillo de un asaltante nos haría los mandados.
De la estrella más cercana a la tierra, Proxima Centauri, sabemos casi todo: que está a 4.3 años luz, que tiene una magnitud aparente de -0.3, que integra un sistema de tres cuerpos en donde dos giran uno alrededor del otro en un periodo de 80 años y el tercero en aproximadamente un millón de años... ¡Fantástico! Pero acá abajo, en el planeta de las pequeñas cosas, ¿realmente conocemos y comprendemos cómo funciona la clorofila, el insignificante pigmento verde gracias al cual podemos vivir? Sí, claro. Sabemos que está compuesto por grandes moléculas de carbono e hidrógeno y que en su núcleo tiene un único átomo de magnesio. O sea, que lo conocemos tan bien como a Proxima Centauri. Con la salvedad de que a diferencia de aquélla, la clorofila posee la modesta habilidad de transformar la energía luminosa del sol en energía química, lo cual permite la vida vegetal, lo que a su vez sustenta la vida animal, la que por su parte posibilita que en la llamada tierra habite una especie que tiene conciencia de sí misma y se autoproclama humana. Apenas una pequeña cosa.
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